PRÓLOGO
Estimada familia Duato.
Les escribo esta carta para darles las gracias por haber traído a este mundo, dejado de la mano de Dios, a un verdadero ángel: su hija Jacinta que, a sus quince años, me ha hecho el hombre más feliz del mundo, del universo, diría sin exageración.
Debo reconocer que la tomé a la fuerza, pues soy hombre de coger, nunca de pedir. Ya en mi mansión disfruté de su cuerpo a mi antojo y, debo decir que su cuerpo, si bien flaco, es suficiente para agotar a un hombre fornido como yo. Después de educarla convenientemente, me hizo cosas indescriptibles y muy placenteras. Disfruté de sus pequeños pechos, duros como una piedra y, por supuesto, penetré en su cuerpo por delante y por detrás. Si bien al principio fueron necesarios azotes duros y contundentes, al final hacía todo lo que yo quería, participando alegremente en cualquier juego. Fue ella la que me pedía, exigía más bien, más y más azotes con una vara de montar o con la mano desnuda. La colgaba de las manos o de los pies y la azotaba hasta caer extenuado. Luego, disfrutaba de tan hermoso cuerpo hasta que me fallaban las fuerzas. De nuevo, gracias por su ángel.
Traté sus jamoncitos (escasos de grasa, pero con carnes que se aprecian sublimes) como buenos jamones. Los desangré convenientemente y los traté con la sal de más calidad que pude conseguir, usando cincuenta kilos de sal para cada jamoncito. Ahora mismo, cuelgan en un fresco sótano. Ahí estarán dieciocho meses, como los jamones de Teruel. Creo que debería esperar más tiempo, pero no me veo con la paciencia suficiente para esperar tanto tiempo. ¡Ardo en deseos de probar tan exquisito manjar!
Preparé su carne de varias formas diferentes, como a la pepitoria; reservé las costillas para cocinarlas a la brasa, buenos trozos de carne dieron un excelente sabor a un buen cocido. Incluso he preparado una tira de chorizos y botifarras que ahora cuelgan al lado de los jamoncitos de mi amada Jacinta. Utilicé parte de la piel, escasa en grasa pero abundante en carne, para unos torreznos y en el cocido, reservando el resto para elaborarme unos guantes que pronto abrigarán mis manos. Aproveché la casquería para preparar una excelente coraella al estilo valenciano, con abundantes ajos tiernos y ajos secos. Añadí una guindilla, pues me gusta el sabor picante. Salé el resto de la carne primorosamente, para disfrutarla dentro de poco. Todo lo demás, huesos en su mayoría, sirvió de alimento para mis perros. Desprecié el cerebro, aunque algunos dicen que es un bocado exquisito. Pero no creo que sea de mi agrado. En cambio, su lengua fue un inesperado manjar en la coraella.
La carne de Jacinta es de sabor exquisito, muy parecido a la carne de cerdo. ¡Pero no un cerdo cualquiera! Estoy hablando de esos cerdos criados en extensas dehesas y que solo se alimentan de las bellotas más dulces de las encinas. Su cráneo – bellísimo – ya ocupa un sitio privilegiado en mi altar, junto con los cráneos de otras niñas que me hicieron feliz. Todos los días lo beso, lo acaricio y le recito poesías acompañado de una guitarra.
En fin, mi muy querida familia Duato. Jacinta fue un regalo de Dios que ustedes, en su bondad, trajeron a este mundo.
Muy atentamente:
Un amigo.