RELATOS CORTOS

La princesa no prometida (1ª parte)ar

Con un exquisito ramo de flores, recién cortadas con una hoz de oro, una bella princesa paseaba por los enormes jardines de su colosal palacio. Los pájaros trinaban, alegres, celebrando la vida, la felicidad y el buen rollito. En el cielo, solo unas pocas nubes, realzando la belleza de ese mismo cielo azul. Incluso en el estanque de los cocodrilos, los susodichos animalejos sonreían ante tanta felicidad, sin dejar de juguetear con las pirañas caníbales que, a su vez, celebran su inmensa felicidad con sonrientes tiburones. De esos escualos que solo se alimentan de bañistas gorditos, que solo hueso no es de su agrado.

La princesa paseaba todos los días por esos enormes jardines. Además de hacer un ejercicio perfecto para sus firmes glúteos, comía sano. Su padre, el Rey de un reino muy, muy lejano (más o menos por donde Cristo perdió las alpargatas) hizo levantar esos jardines con una historia en la mente: la de las siete vacas flacas y las siete vacas gordas. Ordenó plantar toda clase de frutales, así como verduras, tomates, frescas cuevas con champiñones, bellas parras de vid… No olvidó, que para algo es un rey sabio y prudente, de esos que cuidan el planeta y apuestan por el ecologismo; de plantas carnívoras que mantenían las plagas de insectos en su justa medida. De vez en cuando desaparecía un pájaro, alguna tarántula, un jardinero, cosas por el estilo. Pero, bueno, son cosas del ecologismo.

En el inmenso jardín del inmenso palacio no solo vivían plantas que solo regalaban belleza y sombra. Allí convivían plantas que ofrecían verdaderos banquetes. En sus paseos, la princesa cataba albaricoques dulces como la miel; pececillos que atrapaba con sus delicadas manos de dedos finos y hermosos y, con sus dientes perfectos, los devoraba crudos y vivos. Uvas que parecían de azúcar, higos exquisitos y hasta kakis de pulpa tan sabrosa que deleitaba hasta lo más profundo del alma. Mordisqueaba peras y manzanas, además de ciruelas y ciruelos tan exquisitos, que más de un rey daría su reino solo por saborearlos. En ocasiones, la princesa mojaba los labios en fuentes de agua fresca y clara o, si estaba juguetona ese día, en fuentes donde brotaba vino o cazalla de la buena, esa que desinfecta incluso el intestino delgado. Hasta la gravilla de los senderos, cuidadosamente seleccionada por su melodía al ser pisada por los pequeños pies de la princesa, deleitaba cuerpo, alma y espíritu.

Es esa misma gravilla la que advierte que alguien se acerca. Pasos firmes, casi militares, de zancadas largas, no es una mujer. El visitante calza botas de montar de buen cuero, trabajado por expertos artesanos. Escuchando el ruido, la princesa calcula que le llegan hasta un poco por debajo de la rodilla. Por lo tanto, no es un militar que vive, come y duerme sobre su caballo. Esos necesitan botas muy altas. Debe ser alguien que solo usa el caballo para ocasionales desplazamientos. Espuelas de plata con punta de acero, de las caras, calcula con buen tino. Pasos largos, de buen pisar. Es un hombre que mide cuidadosamente su forma de caminar para, con toda seguridad, resaltar su figura hermosa, gallarda, tan bella que apabulla. Por esos pasos, la princesa adivina fuertes y bien esculpidos músculos en agotadoras sesiones en el gimnasio. Ejercicio ayudado por drogas permitidas y otras no tan permitidas. Que los músculos son lo primero, y la salud… Bueno.

  • Vamos, no me jodas, – murmura la princesa, dejando el ramo de flores y la hoz de oro sobre un banco de alabastro. – Otro príncipe azul. Es que son una plaga.

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